Confieso que, pese a mi aficción cinéfila, el género del terror no está incluído de ella. Más que nada, porque -salvo excepciones-, lo considero muerto desde tiempo atrás al igual que el western. Quienes a este sector del cine se dedican hoy, ya no saben estremecernos cuando nos sentamos en la butaca o empuñamos el mando. Sólo saben asquearnos, confundiendo terror con violencia y sadismo. Por eso, no sé que placer se siente con basuras de éxito como Viernes 13, La matanza de Texas o Sé lo que hicísteis el último verano.
Michael Moore es mucho Michael Moore. Consiguió que yo y tantos otros pasásemos por taquilla por primera vez en nuestras vídas para ver un documental.
Desde entonces soy adepto a sus documentales -aunque no se me escapa su vena manipuladora pero bienintencionada siempre- dispuestos en toda ocasión a meter el dedo en el ojo del podrido sistema de American way of life en el que habita él y por extensión todos nosotros.
Escucha música mientras lees Títulos de crédito iniciales de El intercambio (Changeling) 1:57 min.
La historia, verdadera, es terrible. Narra la desesperada búsqueda de Christine Collins para encontrar a su hijo de nueve años desaparecido y su lucha incansable contra la propia policía del Los Angeles de 1928 que, lejos de ayudarle, quiere entregarle a otro niño en lugar del suyo. Su persistencia logra poner en evidencia la corrupción policial que campaba a sus anchas e, indirectamente, desvelar la relación de la desaparición de niños de la zona con los crímenes de Wineville.
La película, dirigida por Clint Eastwood, está a su altura y nos reconcilia al fín con el cine americano, después de tanta bazofia, efecto especial y superhéroes de baratillo. El intercambio (Changeling), interpretada por Angelina Jolie (nunca hubiera pensado que escribiría algo tan elogioso con ella de por medio) ha puesto en nuestras retinas y oídos una nueva obra maestra del cine americano después de tanto tiempo ofreciéndonos humo.
Una perfecta ambientación de la época, la fotografía que busca colores devaídos para hacerlos cercanos al clásico blanco y negro y, de paso, favorecer el drama narrado, el acertado pulso de la narración mediante una medida y sobria dirección que evita caer en la sensiblería, actores impecables y una banda sonora más que estimable hacen un conjunto redondo.
Pero más allá de su perfección formal, la historia nos llega muy adentro porque sabemos que lo que narra es real, monstruosamente real. Los casos que con demasiada frecuencia oímos hoy sobre pedofilia, despariciones y crímenes de niños son más antiguos de lo que creemos y se ven dolorosamente contados en esta historia sucedida hace ochenta años. Las abominaciones del psicópata Gordon Stewart Northcott contra estos inocentes sólo merecen la más profunda de las maldiciones, como esta asiria del siglo VII a.C.:
Todos los dioses lo castigarán, mientras viva, con una maldición terrible que no pueda remediarse, quitándole su reputación, lanzando su semilla fuera de la tierra, echando su carne a los perros.
En cualquier caso, este título debe ser el cine que sí veremos, el que sólo puede ser apreciado en pantalla grande en la oscuridad de una gran sala. Hemos de verla por ser un cine que nos llegará directo al corazón y también como homenaje a Walter Collins, los hermanos Winslow y todos aquellos pobres niños que merecieron -como todos los del mundo- una infancia feliz con su familia.
Hagamos que la eliminación de la pobreza en la sociedad opulenta ocupe un sitio importante –incluso principal– en la agenda social y política. Protejamos nuestra riqueza de aquellos que, en nombre de su defensa, dejarían el planeta sólo en sus cenizas