Mi padre usaba -y aún tiene- una coqueta máquina de escribir portátil de su época de estudiante. Por algún lado la debe tener guardada. Yo llegué también a utilizarla tiempo atrás muchas veces. Recuerdo sus inevitables, aunque no tan frecuentes, atascos de dos teclas cuando por error las pulsabas a un tiempo y también su cinta de dos colores, negra y roja. En ella y en la academia de turno, aprendí las artes mecanográficas que de tanta utilidad me han servido luego.
Hoy escribo en este periodo vacacional con un ordenador portátil mirando a la piscina. He ganado indudablemente en comodidad, la corrección instantánea de erratas o la reformulación sobre la marcha de las a veces alborotadas ideas que deseo expresar. Todo ello sin gastar una sola hoja de papel. También, y esta es su mayor virtud, tengo ahora la posibilidad de publicar electrónica e inmediatamente a todo lo largo del globo para quien quiera leer y comentar estos escritos a través de mi Blog.
Sin embargo, el tecleo en la Smith-Corona, aquel encanto clandestino casi, la máquina mágica que mi padre comprara un día para dotarse de apuntes bien presentados para la carrera que comenzara hace ya más de medio siglo, no está aquí. No la noto en la punta de mis dedos.